lunes, 15 de febrero de 2016

Una apuesta no siempre es solo una apuesta.


Un nuevo relato de Viole ha llegado para disfrutar esta semana. En esta ocasión podemos remontarnos a un partido que marcó a muchos. Mientras algunos se abrazaban, otros lloraban en silencio, lo cierto es que todos ellos fueron héroes.

Infinitas luces iluminan la cancha con todas las butacas ocupadas. Dos grupos son fáciles de diferenciar en esa multitud exaltada, celeste y blanco;  rojo, blanco y negro. Cada tanto algún que otro canto interrumpe el murmullo eterno previo al juego.
En los vestuarios la historia no es muy distinta, salvo que los nervios, en vez de efervecerlos, los silencia, y se puede escuchar hasta la respiración agitada de todos los presentes.
Rápidamente, demasiado para los jugadores y no suficiente para los espectadores, la hora de salir a la cancha llega. El himno llenó los pulmones argentinos y la patria el corazón. Ya no importaba qué camiseta te ponías en algún clásico o a qué cancha ibas, solo importaba de qué país venías.
El tiempo pareció detenerse en esos minutos de alargue cuando por razones del destino la pelota no llegó a los brazos del Chiquito. Y eso que Martín se había puesto la misma remera que todos los partidos. Y eso que los Álvarez se habían sentado en los mismos lugares. Y hasta Lucia había preparado las galletitas de siempre.
El silencio sepulcral invadió a la Nación. Ni en el pueblo más lejano, más remoto, hubo siquiera un ruido. Varias lágrimas escaparon de todos esos ojos que miran con orgullo a la bandera.
Y sin embargo, un barcito en las Cañitas se animó a romper ese segundo de incertidumbre. La alegría escapó de esas ventanas de vidrios empañados y los gritos de pasión desgarraron a un par de vecinos.
Frederick, con ojos cansados de insomnio barato, levantó su cerveza al aire con una sonrisa imposible de apagar, y eso que hablaba castellano. Ahora sí iba a poder pagar por la cerveza, por la remera nueva y hasta rentas. Claramente, esta vez no era tan solo una deducción acertada que conllevaba un pago, esta vez también involucraba su frío corazón perdido.
Frederick era un pibe de ojos celestes y pelo rubión como todo buen alemán. Su familia se había mudado a Argentina hacía años gracias a una nueva filial en la que trabajaba su padre. Toda su familia todavía seguía del otro lado del charco, lejos, muy lejos.
De pendejo, en el colegio, siempre lo molestaron por su acento raro, y su tupper de comida que siempre largaba un olor tremendo y envasaba comidas típicas de otra tierra. A sus viejos mucho mejor no les iba, así que fue así, un poco por él, otro poco por comentarios que escuchaba en la mesa, cómo nuestro querido Frederick aprendió a odiar el piso que pisaba.
Sin embargo, algo más importante que el odio inundaba el corazón del joven hace años: el amor. El amor a una buena apuesta. Frederick había aprendido a sobrevivir, más mal que bien, de resultados positivos y apuestas temerarias. A veces no comía, a veces tenía que pedir prestado, o dormir en un sofá, pero la adrenalina era impagable.
Últimamente no tenía una muy buena racha, pero al fin lo había rescatado su patria. O así prefería pensarlo él.