Les presentamos otro texto de la colección "Los relatos de Viole". En esta segunda entrega, Viole nos regala un excelente relato de un hombre que dejó su sueño de niño para convertirse en un hombre de negocios, un hombre de oficina. Pero algo hizo cambiar su presente, ya no veía su futuro de la misma manera.
Una noche más de verano en Buenos
Aires. La luna brilla en todo su esplendor, sin ser opacada por siquiera una
nube. Un pucho y dos dedos de whisky son los únicos compañeros de Gabriel en un
balcón en el medio de la vorágine de Palermo.
Desde adentro, la casa sufre por la
ausencia de su más empedernida ocupante, Jimena. Ella seguía afuera con un par
de amigas de pilates.
Gabriel no era lo que uno dice un ocupante
real. Llegaba a la casa a las once. Tomaba algo mientras admiraba la vista
artificial y se iba a dormir.
Cada tanto pasan por su cabeza
fantasías de una vida que no fue. Y el pucho, ya convertido puramente en
cenizas, cesa su existencia. Ya sin nada que ocupe su desgastada boca, un
sollozo logra escapar.
Un recuerdo pasa por la mente que,
cansada, ya no puede contener el oleaje. El último partido que jugó con
esperanza, con ilusión y hasta con un poco de inocencia. El último partido
antes de que su papá comenzara el proceso de aburguesarlo. Y de repente ya no
importaba otra cosa que no fuera la guita, una minita con dos apellidos y el
puesto más alto en una multinacional.
Antes el futuro no importaba. O por lo
menos no importaba tanto. Solía saber cómo quería su futuro: lleno de fútbol,
eso era lo único importante. Pero cuando el viejo se dio cuenta de sus planes,
todo cambió. No más partidos con los chicos los sábados a la mañana. No más
clases de fútbol los lunes y miércoles, porque "tenés que empezar a pensar más seriamente en tu futuro, ¿a dónde crees
que vas a llegar con esto del fútbol?"
Ahora, ya en un presente que era
futuro, y que poco le pertenecía, creía entender las razones de su padre. Y sin
embargo, todas las noches sentía esa bola de nervios y odio que lo paralizaban,
el qué podría haber sido.
Se imaginaba en la cancha de un estadio
lleno. Se imaginaba en un mundial, con la camiseta que más amaba. De paso, se
imaginaba fracasando, porque seguro le habría ido mal, y si le hubiese ido mal,
¿no se arrepentiría de haber sido quien siempre quiso ser, y estaría tirado,
sin un peso, arrepentido de no haber seguido los consejos de su sabio padre?
Sí, sí. Tenía que ser así. Estaba donde tenía que estar.
El celular que está en la mesita de
mármol vibra. "Llego tarde"- Jimena. Seguro de que las amigas de
pilates eran, en realidad, el profesor, se dejó caer en un sillón, no sin dejar
de admirar ese cielo tan negro que miles de misterios y de posibilidades
escondía. Pero de qué se podía quejar, si su secretaria era algo más que una
empleada más. Y de qué se podía quejar si sus camisas siempre tenían perfume de
otra cama, de otra mujer y de otra vida.
Fue justo en ese momento, cuando la
resignación de cada día volvía, que Gabriel recibió un mensaje inesperado. Esa
no iba ser una noche como cualquier otra, y tal vez nunca más iba a haber una
noche como cualquier otra. Tal vez lograría dar un paso al costado de esa vida
llena de rutina y de oficinas.
"Hola Gabi, soy Juan, no sé si te
acordás de mí, jugábamos al futbol en el potrero hace 10 años, con los chicos
nos vamos a juntar esta noche, en dos horas, y nos falta un arquero, ¿te
copas?".
Era lo que hacía falta para dar ese
salto al vacío. La indecisión se convirtió en firmeza. Para dejar esa vida
ajena y tirarse de lleno a la incertidumbre.
Agarró las llaves del auto, la
billetera y salió hacia lo desconocido, decidido a no volver jamás a esa vida
de reglas a la cual se había acostumbrado.
"Dale, siempre estoy listo para
ponerme la camiseta una vez más".
Violeta Carrera Pereyra
@VioleCarrera