Viole nos regaló este relato para disfrutar y, por qué no, sentirnos identificados con la historia. En este caso la protagonista atraviesa un momento difícil y gracias al fútbol puede olvidarse, al menos por un tiempo, de la lejanía.
El ambiente está cargado de ese calor chaqueño que desgarra hasta al más
valiente. Un cigarrillo es la única compañía de Luciana en horas de siestas. Ni
una puta alma que se digne a caminar por las calles con el sol en lo más alto.
Y ella no se anima a escapar de la realidad por unas horas, acompañando al
pueblo en la tradición de detener el tiempo por unas horas.
"En Buenos Aires todo era distinto", piensa con nostalgia. No
está segura de cómo sentirse. Su pasado y su presente son dos mundos
completamente diferentes. Los primeros momentos de su ahora solía llorar por
ese ayer lleno de ciudad. Sin embargo, poco a poco pudo encontrarle el gusto a
las tardes calurosas y a las sequías eternas. Pronto su, ahora, pasado se convertiría
en su nuevo presente, y otra vez esos sentimientos mezclados. Obviamente que
quería volver a la capital, pero no quería que eso le costara Chaco.
Ni música pone, con miedo de romper la perfecta sintonía silenciosa que
se había formado. Cada tanto carraspeaba un poco, pero sólo cuando el silencio
le parecía excesivo y perdía esa suerte de tranquilidad. ¿Qué es exactamente lo
que hace? Esperar. ¿Qué espera? Simplemente a que las agujas del reloj vuelvan
a girar.
Cuando dan las cuatro y media el tiempo parece volver a correr
normalmente, o tal vez hasta un poco más rápido para recuperar esas horas que
había estado estancado. Una bici que pasa por enfrente de la galería de la
casa. Olor a pan recién hecho de la cocina de la vecina. Hasta los pájaros
parecían volver a piar, ya no temerosos ni dubitativos.
Luciana, de ojos chicos y sonrisa gigante, se levanta del escalón que le
servía de apoyo hacía ya un par de horas. Lentamente, ajustándose al nuevo
ritmo del pueblo, camina hacia una de las pocas canchitas que hay en la zona.
Ritual de todos los jueves a la tarde.
Estaba consciente de que esa iba a ser la última vez que se pondría los
botines amarillos para correr tras una pelota que parecía no parar de moverse
nunca. Estaba consciente de que esa iba a ser la última vez que abrazaría a
Marcos después de un gol. Hasta la llegó a entristecer pensar que sería la
última vez que tendrían que pagar por las cervezas ante sus constantes
derrotas.
Ninguno de ellos lo sabía. Ni Mariana, que había sido su confidente por
los años que pasó en el pueblito. Ni Camilo que le había roto las bolas hasta
que ella aceptó formar parte del equipo.
Absolutamente nadie, más que ella, sus papás que la esperaban en baires,
y los amigos de su mamá que la hospedaban, sabían del retorno a la gran ciudad.
¿Por qué no había dicho nada? Ni ella sabía. Probablemente porque se
quería ahorrar las despedidas infinitas de meses llenos de lágrimas.
Tal vez lo diría después de un par de birras y después de un par de risas.
Porque desaparecer no quería
Muy de apoco, y todos con la almohada pegada todavía, fueron llegando
los catorce.
Practicaban penales. Siempre estaba, como en todos los equipos, Camilo,
al que no había forma de atajarle una pelota. Que cuando se la pasan, sabés que
no hay vuelta atrás y rompe la cancha.
¿Cómo iba a hacer para abandonar esas tardes de sudor y botines? Esas
tardes que habían convertido la pelota en algo más; que habían inmortalizado
recuerdos y jugadas.